60 rápido - Centro de trasbordo Pacífico hacia Panamericana y 197
El chofer hablaba con una chica sobre el acoso y un pibe que se había querido pasar de vivo con ella. Era bueno, el chofer. Volví a mirar mi libro y otro sonido me desconcentró, quizás no era el momento de leer. Una voz cantaba a niveles diferentes resaltando palabras. Era la señora de la risa.
Es que si uno abre la puerta, quizás todos nos animemos a hacer lo que suponemos no deber.
10 en Barracas hacia Palermo
Es chiquito, morocho y tiene una voz dulce. Su mochila azul seguramente pesa más que él. Está viajando sólo y salió recién de la escuela. Las ventanillas del colectivo están llenas de gotas, afuera llueve con ganas. Su guardapolvo blanquísimo da fe de eso, está empapado. "Se me mojaron los útiles", le dice algo decepcionado a una señora con delantal de maestra y sigue: "tengo que ir hasta Constitución y ahí tomo otro más".
Se acerca hasta el chofer para poder ver por el vidrio empañado por dónde estamos, limpia un poquito el parabrisas con la manga de su buzo y le anuncia "acá bajo chofer", le tira una sonrisa de muchos dientes y sigue: "me mojaré yo pero espero que no se me mojen más los útiles".
Yo lo quise mucho. MUCHO.
70 de Retiro a Barracas
Iba lleno y en el último asiento doble iba un señor grande, o eso aparentaba.
Dormía en cuero contra el vidrio. Los huesos pegaditos a la piel curtida por el sol. Los pelos largos, grises, a veces blancos, duros por la mugre y los pegotes.
Nudos de telas que en algún momento fueron blancas lo tapaban, tiras como vendas llenas de manchones.
A sus pies una pelota chica llena de tierra y quién sabe qué más. A su lado, el único asiento vacío. Nadie lo ocupaba. El colectivo lleno.
Hasta que subió. Camiseta del Barcelona, zapatillas Nike. Quizás tenía 9, quizás 10 o quizás tenía 12 años. Corrió hasta atrás y no se atajó, como todos nosotros, llenos de prejuicios.
Con su manito sacudió el asiento y se sentó. Una señora, que probablemente era su abuela o su mamá, subió con dolor el escalón, y él, sonriente comiendo un chupetín rojo, la dejó sentar.
Tren de Retiro a Tigre
Al lado mio está sentada una chica.
Pelo teñido casi de amarillo acomodado con clips.
Camisa a cuadros, jean y uñas impecables color rojo.
Lleva una cartera negra y una bolsa de tela de la que saca un papel cuadriculado doblado en seis.
Lo abre, lo lee.
Miro de reojo y veo garabatos en birome azul que no respetan la cuadrícula, ni siquiera siguen un renglón invisible.
Es una carta de amor escrita en una cursiva gorda, grande, llena de nudos. Los sentimientos están desordenados por toda la hoja.
Miro su cara, me interesa ver la reacción de la gente ante el amor.
No hay mueca, no hay reacción.
Dobla el papel en seis, lo guarda y saca otro.
De nuevo es cuadriculado, tiene los bordes arrancados y sigue profesando amor.
Quizas sea otra carta o una continuación.
La lee, la dobla, la guarda y saca la tercera.
Me da la sensación de que quién fuera su autor tenía un dejo de miedo y desesperación por no perderla a ella,
con su pelo casi amarillo acomodado con clips,
con sus uñas impecables color rojo,
con su camisa a cuadros y su jean,
con su cartera negra y su bolsa de tela de la que saca cartas de amor para leerlas en un tren a Tigre un lunes a la tarde,
con labios apretados y mirada inerte.
Tren de Retiro a Tigre
Al lado mio está sentada una chica.
Pelo teñido casi de amarillo acomodado con clips.
Camisa a cuadros, jean y uñas impecables color rojo.
Lleva una cartera negra y una bolsa de tela de la que saca un papel cuadriculado doblado en seis.
Lo abre, lo lee.
Miro de reojo y veo garabatos en birome azul que no respetan la cuadrícula, ni siquiera siguen un renglón invisible.
Es una carta de amor escrita en una cursiva gorda, grande, llena de nudos. Los sentimientos están desordenados por toda la hoja.
Miro su cara, me interesa ver la reacción de la gente ante el amor.
No hay mueca, no hay reacción.
Dobla el papel en seis, lo guarda y saca otro.
De nuevo es cuadriculado, tiene los bordes arrancados y sigue profesando amor.
Quizas sea otra carta o una continuación.
La lee, la dobla, la guarda y saca la tercera.
Me da la sensación de que quién fuera su autor tenía un dejo de miedo y desesperación por no perderla a ella,
con su pelo casi amarillo acomodado con clips,
con sus uñas impecables color rojo,
con su camisa a cuadros y su jean,
con su cartera negra y su bolsa de tela de la que saca cartas de amor para leerlas en un tren a Tigre un lunes a la tarde,
con labios apretados y mirada inerte.
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