Desnudando mi alma - relato de cuando empezaba a sacar la cabeza afuera de pozo
Hace algún tiempo tuve terror. Tanto miedo que se me entumecían las piernas, se me paralizaban los brazos, mi cuerpo no reaccionaba. Lo único que parecía funcionar era mi cabeza que hacía sonar voces y pensamientos horribles adentro mio. Me aturdía yo misma con las palabras involuntarias que me aparecían frente a los ojos. Que no sabía de dónde salían, aún hoy no lo sé...
Quizás vengan de lo más profundo de mi alma, del cajón más enterrado sobre el que posa el pájaro que cuida mi interior.
Pánico, sentía que me ahogaba, que el aire no me atravesaba el cuerpo, que el corazón se me iba a salir del pecho y que debía correr bien lejos. Lloraba mucho, sin entender la inmensidad de la angustia que cargaba en la espalda, en la garganta, en los pulmones.
Me sentía perdida, viviendo a deshoras, durmiendo mal, despertándome sobresaltada en medio de la noche, agitada, respirando por la boca y largando mares y mares por los ojos.
Le pedía a mi hermano por favor que me prometiera, que me jurara y me prometiera otra vez, que nada me iba a pasar, que nada nos iba a pasar. Y al principio entre risas lo hacía, porque no entendía que me pasaba, pero con el pasar de los días, aprendió a abrazarme fuerte hasta calmarme.
Solo quería estar en la cama, tapada, protegida. Mi casa era el único lugar donde me sentía a salvo. No podía ni siquiera imaginar la situación de bajar la escalera del subte, esperar en el anden, subir al vagón. Se me cortaba la respiración, transpiraba, quería gritar, correr, esconderme.
Durante semanas tuve que buscar una forma alternativa de viajar hasta el trabajo. Los colectivos fueron la solución, pero implicaban tiempos de espera en la calle en los que me la pasaba atenta a mi alrededor, con más de ocho ojos mirando cada costado, cada rostro que se me cruzaba, cada movimiento que me parecía extraño, preparando mis piernas para correr ante el mínimo movimiento que pudiera lastimarme.
Tuve que dejar de mirar televisión, sobre todo noticieros y alejarme de todo lo que alimentaba mi imaginación. Las guerras, las crónicas policiales que siempre me fascinaron, las historias criminales y de atentados.
Mi cabeza muchas veces me traicionó. Nunca tuve el valor de terminar un tratamiento con un psicólogo, o nunca ni yo ni mi familia le dimos el peso y la importancia real a los temas.
Todavía no pude volver a un cine, me hace mal pensarme a oscuras, sin ver a quién tengo al lado, puertas abiertas a quien quiera entrar, salidas lejanas; pero pude subirme a un avión, aunque tuve palpitaciones toda la noche anterior, lo superé, lo viví y lo volví a disfrutar un poquito, como antes de todo esto.
Lo que me quedó es un poco la obsesión. La que tuve durante tanto tiempo. La controlé, eliminé rituales, modifiqué otros, pero algunos siguen ahí, siempre presentes, fastidiando cada segundo de mi vida pero atándome a ellos completamente porque sino... sino mi cabeza me dice que es el fin.
Hace algún tiempo tuve terror. Tanto miedo que se me entumecían las piernas, se me paralizaban los brazos, mi cuerpo no reaccionaba. Lo único que parecía funcionar era mi cabeza que hacía sonar voces y pensamientos horribles adentro mio. Me aturdía yo misma con las palabras involuntarias que me aparecían frente a los ojos. Que no sabía de dónde salían, aún hoy no lo sé...
Quizás vengan de lo más profundo de mi alma, del cajón más enterrado sobre el que posa el pájaro que cuida mi interior.
Pánico, sentía que me ahogaba, que el aire no me atravesaba el cuerpo, que el corazón se me iba a salir del pecho y que debía correr bien lejos. Lloraba mucho, sin entender la inmensidad de la angustia que cargaba en la espalda, en la garganta, en los pulmones.
Me sentía perdida, viviendo a deshoras, durmiendo mal, despertándome sobresaltada en medio de la noche, agitada, respirando por la boca y largando mares y mares por los ojos.
Le pedía a mi hermano por favor que me prometiera, que me jurara y me prometiera otra vez, que nada me iba a pasar, que nada nos iba a pasar. Y al principio entre risas lo hacía, porque no entendía que me pasaba, pero con el pasar de los días, aprendió a abrazarme fuerte hasta calmarme.
Solo quería estar en la cama, tapada, protegida. Mi casa era el único lugar donde me sentía a salvo. No podía ni siquiera imaginar la situación de bajar la escalera del subte, esperar en el anden, subir al vagón. Se me cortaba la respiración, transpiraba, quería gritar, correr, esconderme.
Durante semanas tuve que buscar una forma alternativa de viajar hasta el trabajo. Los colectivos fueron la solución, pero implicaban tiempos de espera en la calle en los que me la pasaba atenta a mi alrededor, con más de ocho ojos mirando cada costado, cada rostro que se me cruzaba, cada movimiento que me parecía extraño, preparando mis piernas para correr ante el mínimo movimiento que pudiera lastimarme.
Tuve que dejar de mirar televisión, sobre todo noticieros y alejarme de todo lo que alimentaba mi imaginación. Las guerras, las crónicas policiales que siempre me fascinaron, las historias criminales y de atentados.
Mi cabeza muchas veces me traicionó. Nunca tuve el valor de terminar un tratamiento con un psicólogo, o nunca ni yo ni mi familia le dimos el peso y la importancia real a los temas.
Todavía no pude volver a un cine, me hace mal pensarme a oscuras, sin ver a quién tengo al lado, puertas abiertas a quien quiera entrar, salidas lejanas; pero pude subirme a un avión, aunque tuve palpitaciones toda la noche anterior, lo superé, lo viví y lo volví a disfrutar un poquito, como antes de todo esto.
Lo que me quedó es un poco la obsesión. La que tuve durante tanto tiempo. La controlé, eliminé rituales, modifiqué otros, pero algunos siguen ahí, siempre presentes, fastidiando cada segundo de mi vida pero atándome a ellos completamente porque sino... sino mi cabeza me dice que es el fin.
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