Crucé la ruta y empecé a caminar por las veredas de la calle Sarmiento. Primero pasé por la puerta del colegio al que Ezequiel iba, después crucé y me paré en la esquina que tiene las baldosas rotas y llenas de barro donde siempre me tomaba de la mano para ir hasta su casa. Miré el suelo y seguí caminando, noté que el palo borracho de la derecha donde se me había roto la campera negra ya no estaba.
Mis pies se movían por inercia, mi cuerpo parecía una bolsa pesada, no tenía ganas de nada ni siquiera sabía porqué estaba yendo hacia allá. A la altura del descampado que está en la esquina de la tercer cuadra bajé a la calle. Nunca me gustó caminar por ahí y menos cuando el pasto llegaba a 1 metro de altura. Volví a subir a la vereda. Nico estaba en la puerta con su papá, lo saludé mientras atendía el teléfono porque me estaba llamando mamá. En la casa de al lado había un nuevo perro que no paró de ladrar hasta que dejó de verme.
En esa cuadra también está la casita baja de tejas rojas en la que siempre hay olor a comida casera, pero hoy no. Quizás los sábados se toman un descanso. Hacia mucho tiempo que la cale Sarmiento no me veía caminar un sábado.
Mientras avanzaba se me ocurrió pensar en las ventanas que podían verme en una calle desolada. El camino me lo sabía de memoria. Todas las horas del día me habían visto pasar en algún momento por ahí. Mañanas, mediodías, tardes y noches, algunas madrugadas también. Con frió, bufanda y guantes, en vestidito por el calor o saltando charcos mientras sentía las gotas de lluvia en el pelo. A veces pasé llorando, otras llena de bronca o decepción, porque la calle Sarmiento conoce todos mis estados de ánimo y sensaciones. Por ahí caminé cuando estaba radiante de felicidad, enamorada de la vida y de él y cuando sentía que el mundo me daba vueltas, que todo se derrumbaba y en mis oídos tenía impregnada su voz diciendo "si puedo estar con ella, voy a estar, es lo que quiero ahora".
Llegué hasta la casa de rejas verdes de la que siempre estuve enamorada, ahora había gente viviendo. Tuve que esquivar a dos hombres que charlaban un poco apesadumbrados en la puerta, por curiosidad giré la cabeza para mirar y noté una galería llena de muebles, ropa y recuerdos mojados por la tormenta del miércoles anterior. Me invadió una tristeza grande, se me erizo la piel, miré abajo y seguí caminando. Más adelante estaba la casa del chico ese que no me soporta pero nunca me enteré porqué, ni si quiera recuerdo su nombre, mucho menos haber entablado alguna conversación. Sus vecinos son los dueños de los labradores que siempre tienen cachorritos. Miré la vereda de en frente y la casa donde vive el perro negro que siempre me ladra e intenta morder a Ezequiel, tenía un cartel de "SE VENDE".
Mi caminata ya llegaba a su fin, restaba media cuadra. A veces caminaba por ahí para ir a la casa de Mica y cuando pasaba por delante del 645 me quedaba en silencio para poder escuchar si los escalones de madera crujían mientras él bajaba corriendo de su cuarto o miraba la ventana para saber si la luz estaba prendida, de ahí en más imaginaba y creaba hipótesis de qué estaría haciendo. A veces me aseguraba que miraba una película, otras lo imaginaba jugando al poker por internet y la mayoría lo veía durmiendo en mi cabeza.
Pero esta vez no iba a seguir de largo hasta lo de Mica ni iba a ser necesario crear una fantasía en mi mente. Después de que pasara por la puerta de la vecina chusma de pelo oscuro que cree que soy linda iba a agarrar la perilla de bronce y abriría la reja acompañada de los ladridos de Pompi y Luli al escuchar el chirrido del metal mal engrasado. Después golpearía dos veces la puerta de madera y alguien se asomaría por la ventana para ver quién era.
Así fue. Agarré la perilla de bronce, la reja chilló, Pompi y Luli ladraron, golpeé la puerta de madera dos veces con el puño cerrado, su mamá dijo "¿quién vino?", abrió la ventana, me miró y con un tono de voz lleno de amor y alegría la escuché decir "mi brujiiiiiiiita". Nos abrazamos ni bien me dejó pasar. Luli me vino a festejar la llegada y Pompi me dio la bienvenida desde el sillón donde se sentaba con la Nona.
Entre mates llenos de edulcorante hable con Gladys, con Stefi y con Ezequiel. Algunas galletitas llenas de manteca y chips de chocolate en un ambiente familiar, acogedor. Un lugar que ya conocía, que sentía mio. Ahí me hacían bien, siempre me hicieron bien y el amor que brotaba me calmó la angustia.
Cuando nos quedamos solos nos abrazamos, jugamos al poker y perdimos y en un segundo estábamos acostados uno al lado del otro mirando el techo de madera de su cuarto. Besos en la mejilla que me sanaban un poquito, y un beso robado seguido de muchos otros dados con intención de los dos.
Muchas veces cuando a Ezequiel le dolía el corazón por culpa de Jessica venía a consolarse en mi. Yo le brindaba esa suerte de contención y cariño que uno necesita cuando se siente mal. Nunca había imaginado que la situación podía ser al revés, pero ahí estaba yo, con los ojos cansados, chiquitos y secos después de tantas lágrimas; el corazón cortado en pedacitos; la cabeza mareada pero con Ezequiel abrazándome, besandome y mimandome. Me sentí mal pero decidí alejarme de todo pensamiento malo y dejar que pasara el momento. Empecé a reírme, a hablar y a seguirle los chistes.
Ahogué mis amores en sus brazos, como tantas veces hizo él. Pero Ezequiel y yo tenemos eso, no podemos dejarnos solos. El causante del dolor poco importa, importa hacernos sentir bien. Y un poco de amor de alguien que nunca se deja de querer, nunca pero nunca, hace mal.
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