Convirtió una silla en escenario y la vi bailar sintiéndose hermosa por primera vez. Se movía con gracia y sin vergüenza al ritmo de la música popular, al ritmo de su propio canto, mientras repetía palabras de las que desconocía el significado.
Giraba, giraba, giraba y marcaba los pasos y tiempos de cada canción. Sonreía y brillaba. Eramos muchos los que admirábamos la actitud de artista con la que se enfrentaba a ese público de juego que la aplaudía y la trataba de imitar. "Ahora tenes que hacer así", me dijo mientras levantaba los brazos y movía la cadera. En su cabeza debía ser bailarina, en sus sueños quizás también, pero no se lo pregunté.
Priscila ya vivió siete veranos, siete otoños, siete inviernos y quizás siete primaveras. Está en la etapa más linda de la vida, entre golosinas, juegos, amigos y cosquillas. Esa edad que hay que disfrutar porque no vuelve nunca, ese tiempo que añoramos cuando empezamos a crecer, en el que no nos preocupábamos por nada. Pero quizás, ella si se preocupaba.
Me contó que a veces tiene miedo. Miedo a la oscuridad, a perder o a seguir perdiendo y eso no la deja sonreír. No llora, pero en sus ojos verdes, enormes y hermosos se le ve la tristeza y las ganas de amar. La vida la golpeó y aunque es chiquita sabe a la perfección la intensidad de los dolores.
Tuve suerte: la conocí sonriendo y la conocí triste, la conocí en profundidad.
Priscila y yo nos parecemos aunque nos separen 13 años. Ella extraña a su abuelo, a su hermano y a su
primita; yo también extraño al viejo y a Gabi.
Cuando le conté que entendía su dolor me escuchó, me preguntó con inocencia y la voz bajita, casi susurrando como para no lastimarme con los recuerdos, y me abrazo. Puso su cabeza abajo de mi brazo y se quedo ahí un largo rato descansando. Creo que las dos estábamos aliviadas.
Le conté que los grandes también tenemos miedo y se sintió y sonrió y me hizo cosquillas para que yo también lo hiciera. Le prometí que iba a ser feliz, porque así lo sentí. Le dije que tenia que pensar en lo lindo de la vida. Le pregunté si sabía lo hermosa que era y me dijo que no. Somos tan parecidas.
Me tuve que ir, pero antes, me abrazo muy fuerte y me pidió que no lo hiciera, que se quería quedar ahí conmigo un rato más.
Priscila es una de las tantas historias que conocí cuando empecé a visitar el barrio, quizás me llego más hondo por su amor al baile, por su dolor, por su inseguridad, porque me reconocí en ella. Me dio fuerza, me hizo respirar y tener ganas de avanzar. Me lleno un hueco que tenía vacío hace mucho tiempo y no lograba llenar.
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