En tiempos donde solo se habla de quién se hace cargo y quién no, el subte busca mostrar su otra cara, la de su historia y sus usuarios. La línea D existe desde 1953, va desde Congreso a Catedral y recibe miles de personas por día en sus 16 estaciones. Entre sentimientos, nostalgia y actualidad se crea la postal de un viaje cotidiano para la mayoría de la gente.
"El tiempo vale oro" dice un refrán, y se puede comprobar al ver la cantidad de personas que a pesar del calor optan por el subte como medio para llegar a destino.
En medio de la vereda de Cabildo y Congreso un cartel verde con una "D" pintada en blanco marca la ubicación de una de las principales estaciones de subterráneo Las escaleras se llenan de gente que sube y baja a toda prisa, algunos corriendo, otros saltando escalones, mirando celulares o relojes. Es que el tiempo corre, y la gente corre con él.
Escaleras abajo, la estación de Congreso se llena de música por la tarde. Un chico joven, de veintitantos años, sentado con un micrófono, una guitarra criolla y un gorro, toca canciones de Los Beatles de manera acústica. No lo dice abiertamente, pero intenta transmitir paz con su voz y las letras de aquél músico que luchaba por el amor.
Entre las voces, el ruido y la música, se escucha la bocina que anuncia que el subte va a partir. Comienza la carrera contra-reloj activar el molinete con la SUBE o el Subtepass, y correr por la escalera mecánica para llegar a tiempo antes de que la puerta se cierre.
Las formaciones que transitan la línea verde están cubiertas en su exterior de graffities y expresiones artísticas hechas por autores anónimos. Para algunos alegran por sus colores brillantes y formas divertidas, para otros son modos de arruinar lo que es de todos.
Por dentro, algunos vagones dejan ver el paso del tiempo en sus asientos rotos y matafuegos cubiertos de tierra. Otros sufrieron vandalismos: carteles rotos e insultos escritos con marcadores.
Sentada y parada va la gente, soportando el calor, el amontonamiento y los olores. Mirando sus celulares, leyendo un libro, escuchando música para escapar de la realidad o mirando la nada misma, soñando despiertos. Pero en un vagón alguien se animó a sacar un marcador y escribir "Sonreí siempre", entonces ahí, entre el paisaje negro de las ventanas, la luz artificial, los problemas en cada cabeza, los chicos pidiendo monedas y la realidad pegando duro en cada cara, un señor mayor, con más canas que años, lee y se anima a sonreír. No juzga a quién escribió la pared, pareciera que para adentro le da las gracias. Mira una vez más y baja en la Facultad de Medicina, donde baja la mayoría de chicos y chicas cargados de libros y mochilas pesadas listos para ir a estudiar.
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